Hace una vida, se les pidió a todos los de 5to grado en mi escuela primaria, escribir un ensayo para un concurso en honor del 200 aniversario del nacimiento de nuestro país, como parte de la celebración del bicentenario. Escribí que mientras que estaba bien darnos una palmada en la espalda, que los EE.UU. fue un gran país, que todavía teníamos un largo camino por recorrer.
Cité el tratamiento de los Nativos Americanos y los muchos tratados, hechos con varias tribus que después se rompieron por nuestro gobierno. También señalé a la contaminación que estaba destruyendo nuestro medio ambiente. La señora Wink, mi maestra, estaba radiante en el día en que las cuatro aulas, del quinto grado, fueron reunidas para escuchar quien había ganado. Con orgullo, me entregó un certificado, una cinta azul y un cheque por cinco dólares.
Me fui a casa, y le dije a mis padres que quería ir a la feria, y que había ganado el derecho, por mi propia mano como el ganador del concurso de ensayo, para gastar el billete de cinco dólares, como me pareciera adecuado. Resultó que cinco dólares eran sólo suficiente como para dos de los mejores juegos mecánicos y una merienda. Tuve que elegir entre algodón de azúcar o palomitas de maíz.
Al ver mi decepción por lo poco que en realidad podría comprar, mi madre compró palomitas para ella, y sugirió que compartiéramos el algodón de azúcar y las palomitas de maíz. También valientemente aceptó tomar un giro en un raite conmigo ya que las reglas de carnaval no permitirían que un niño viaje solo. Yo estaba muy emocionado, lanzando todas mis 40-algo libras en cada giro de la jaula donde mi mamá se sentó abrochada junto a mí, pidiéndome que pare.
Riendome, la ignoré. No quería que el momento terminara. Yo era un hijo terrible y un buscador de emociones nato, arremolinándose alborozados juntos, en una botella miniatura de travesura reprimida, como un envase cerrado de refresco con gas que ha sido sacudido duro. En mi pequeña mente sobre-cumplidora, de niño medio, sentí que sólo haciéndome a mí mismo (y mi madre de huesos pequeños, de 110 libras) lo mas mareado que fuera posible, iba a estar recibiendo el valor de mi dinero.
Cuando el viaje terminó, la cara de mi madre mostró un color verde azulado, casi del color del algodón de azúcar, que habíamos consumido antes de subir al raite. Ella se hizo rápidamente al borde de la feria y se dobló, sintiéndose mal del estómago. Unos segundos después, se dirigió de nuevo hacia mí, como si no hubiera pasado nada, secándose las comisuras de la boca con un pañuelo que había sacado de su bolso.
Doblando el pañuelo de nuevo en su bolso de mano, buscó otra cosa y con calma dijo: “Bueno, mijo. Ahí se fueron tus cinco dólares.”
Una explosión de risas y lágrimas rotas en el corazón, de repente formaron un nudo en mi garganta. Tiré mis brazos alrededor de su cintura, la cabeza gacha de vergüenza, presionando mi cara en su pequeña caja torácica, aferrándome, por la vida querida.
Desconcertada, se apartó de ese torpe y raro PDA (exhibición pública de afecto), ahuecó mis mejillas en sus manos y me preguntó: “Abel, ¿qué te pasa ?! que te pasa ?!”
“Nada,” dije. “Creo que estoy listo para irme a casa, si tu quieres.”
“Pero hijo, acabamos de llegar! ¿No quieres probar al menos un paseo más? Te quedan dos boletos,” ella ofreció mientras buscaba en su bolso. La caja rectangular con rayas de color rojo y blanco todavía sin abrir, de repente estaba en mis manos, el olor a palomitas trayéndome de vuelta a la feria, reviviendo mi excitación ansiosa.
Cerrando el espejo compacto que también había extraído para aplicar de nuevo un poco de lápiz labial, dijo: “Tu sabes que vas a tener que comerte las palomitas de maíz, tú solo, así que, también podríamos quedarnos. Vamos, será divertido.”
Abel Salas
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